viernes, 22 de mayo de 2015
miércoles, 15 de abril de 2015
Edgar Allan Poe_"El retrato Oval"
EL RETRATO OVAL
(cuento)
Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1808-1849)
El castillo al cual mi criado se había atrevido a
entrar por la fuerza entes de permitir que, gravemente herido como estaba,
pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se
mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado
cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación
de mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién
abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más
pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus
decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes,
que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número
insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de
oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino
en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron
profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por
tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento -pues era ya de
noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera
de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo
negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño,
por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un
pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la
descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré.
Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda media noche.
La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi
amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que
su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo
inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un
nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese
momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que
me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser
mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no
alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados
continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un
movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que
mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra
contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar
fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de qué estaba viendo bien,
puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado
la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a
la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba una mujer
joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que
técnicamente se denomina vignette, y que se parecía mucho al estilo
de las cabezas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante
cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que
formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y
afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser tan
admirable como aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan
súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del
retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño,
hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente.
Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y
del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que
persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedeme tal
vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el
retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer
hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en
una absoluta posibilidad de vida en su expresión que,
sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme.
Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición
anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué
vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo
en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas
palabras que siguen.
“Era una virgen de singular hermosura, y tan
encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor.
Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida con el Arte; ella,
una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y
sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan
sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los
restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su
amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oírle hablar al pintor de su deseo
de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó
dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo
alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su
trabajo que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado,
violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver
cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y
la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos salvo de la
suya. Mas ella seguía sonriendo sin exhalar queja alguna, pues veía que el
pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando
noche y día para pintar a aquélla que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía
cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el
retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y
una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por
aquélla a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a
medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la
torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si
apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para mirar el rostro de su esposa. Y
no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las
mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y
poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos,
el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la
lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un
momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando
estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “Ciertamente ésta es
la Vida misma”. Y volviose de improviso para mirar a su amada. ¡Estaba
muerta!”.
“The Oval Portrait”, 1842.
Título
originario, “The Life in The Death”
Cuentos, I, trad. Julio Cortázar, Madrid, Alianza, 1989, págs. 127-130.
Ovidio. "Pigmalión"
Libro X- Las
Metamorfosis, Ovidio
“Mito de Pigmalión”
(Poeta romano, 43 a.C – 17 d.C.)
"Pigmalión vivía solo y sin esposa, y llevaba ya
mucho tiempo desprovisto de consorte. Por entonces esculpió con admirable arte
una estatua de níveo marfil, y le dio una belleza como ninguna mujer real puede
tener, y se enamoró de su obra. El rostro es el de una joven auténtica, de
quien se hubiera creído que vivía y que deseaba moverse, si no se lo estorbara
su recato: hasta tal punto el arte está escondido por obra del propio arte. La
admira Pigmalión y apura en su corazón el fuego por aquel cuerpo ficticio.
Muchas veces aproxima a la obra sus manos, que la palpan para comprobar si
aquello es un cuerpo o es marfil, y aún no se resuelve a admitir que sea
marfil.
Le da besos y cree que ella se los devuelve y le habla y
la toma, y le parece que sus dedos oprimen los miembros que tocan, y teme que
se amoraten las carnes que él aprieta, y ya le dirige palabras acariciantes, ya
le lleva, regalos gratos a las jóvenes, conchas y torneadas piedrecitas y
pajaritos y flores de mil tonos y lirios y pelotas de colores y lágrimas caídas
del árbol de las Helíades; le adorna también con ropas los miembros, le pone
piedras preciosas en los dedos, le pone un largo collar en el cuello; de las
orejas le cuelga ingrávidas perlas, del pecho cadenillas. Todo le sienta bien;
pero tampoco desnuda resulta menos hermosa. La tiende en un lecho de ropas
teñidas por la concha de Sidón (de púrpura), y la llama compañera de su tálamo,
y reclinándole el cuello lo hace reposar en medio de blandas plumas, como si
ella lo fuera a notar.
Había llegado el día de la fiesta de Venus, el más
celebrado en toda Chipre, y habían caído, golpeadas en la nívea cerviz, vacas
con amables cuernos recubiertos de oro, y humeaba el incienso, cuando
Pigmalión, después de realizar su ofrenda, se colocó junto al altar, y
empezando tímidamente: "si los dioses podéis darlo todo, yo anhelo que mi
esposa sea..." y no atreviéndose a decir "la joven de marfil",
dijo "semejante a la joven de marfil". La áurea Venus, que asistía en
persona a sus fiestas, comprendió lo que significaba aquella súplica, y, como
augurio de su favorable voluntad, por tres veces se encendió la llama y levantó
por el aire la punta.
Cuando volvió Pigmalión, va en busca de la imagen de su
amada, e inclinándose sobre el lecho le dio besos: le pareció que estaba tibia;
le acercó de nuevo los labios, y también con las manos le palpó los pechos: el
marfil, al ser palpado, se ablanda, y despojándose de su rigidez cede a la
presión de los dedos y se deja oprimir, como la cera del Himeto se reblandece
al sol, y moldeada por el pulgar se altera adquiriendo múltiples
conformaciones, y es el propio uso el que la hace útil.
Él se queda atónito y vacila en regocijarse y teme ser
víctima de una ilusión, y entre tanto, exaltado de amor, vuelve una y otra vez
a tocar con las manos el objeto de sus ansias. ¡Era un cuerpo! Laten las venas
palpadas por los dedos. Entonces es cuando el de Pafos (ciudad de Chipre)
pronuncia palabras elocuentes con las que quiere dar gracias a Venus, y oprime
con sus labios, labios al fin verdaderos, y la joven sintió que se le estaba
besando y se ruborizó y levantando tímidamente los ojos y dirigiéndolos a los
de él, vio, a la vez que el cielo, a su amante.
A la boda que era su obra asiste la diosa, y cuando ya por nueve veces se habían juntado los cuernos de la luna formando el disco completo, dio ella nacimiento a Pafos, de la cual ha tomado la isla este nombre".
A la boda que era su obra asiste la diosa, y cuando ya por nueve veces se habían juntado los cuernos de la luna formando el disco completo, dio ella nacimiento a Pafos, de la cual ha tomado la isla este nombre".
Augusto Monterroso_Pigmalión
“Pigmalión”
de Augusto Monterroso
(Poeta hondureño que adoptó la
nacionalidad guatemalteca, 1921-2003)
En la antigua Grecia existió hace
mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas
tan perfectas que sólo les faltaba hablar.
Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.
Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.
Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.
Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.
Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la
calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.
El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.
El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.
Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele
suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.
Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.
En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.
Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.
En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.
Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con
poder hablar y marear a los demás.
Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.
Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.
A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.
Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.
Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.
A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.
viernes, 13 de febrero de 2015
Alba de noche oscura
Sobre la luna inmóvil de un espejo,
celebra una redonda cofradía
de verdes pinos, tintos de oro viejo,
la transfiguración del rey del día.
La plata blanda, ayuna del reflejo,
muere ya. Del cristal -lámina fría-
dice la voz del vaho en agonía:
-Doró mi lengua el sol, ¿de qué me quejo?
La puertas del ocaso, ya cerradas,
tapina de luto el campo. Negros perros,
a lo que nadie sabe, ocultos, gritan.
Decapitando sueños, fatigadas,
sobre el túmulo alto de los cerros
las estrellas del valle se marchitan.
Por Rafael Alberti
Poeta español de la Generación del 27
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