EL RETRATO OVAL
(cuento)
Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1808-1849)
El castillo al cual mi criado se había atrevido a
entrar por la fuerza entes de permitir que, gravemente herido como estaba,
pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se
mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado
cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación
de mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién
abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más
pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus
decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes,
que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número
insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de
oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino
en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron
profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por
tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento -pues era ya de
noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera
de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo
negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño,
por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un
pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la
descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré.
Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda media noche.
La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi
amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que
su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo
inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un
nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese
momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que
me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser
mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no
alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados
continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un
movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que
mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra
contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar
fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de qué estaba viendo bien,
puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado
la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a
la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba una mujer
joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que
técnicamente se denomina vignette, y que se parecía mucho al estilo
de las cabezas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante
cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que
formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y
afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser tan
admirable como aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan
súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del
retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño,
hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente.
Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y
del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que
persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedeme tal
vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el
retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer
hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en
una absoluta posibilidad de vida en su expresión que,
sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme.
Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición
anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué
vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo
en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas
palabras que siguen.
“Era una virgen de singular hermosura, y tan
encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor.
Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida con el Arte; ella,
una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y
sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan
sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los
restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su
amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oírle hablar al pintor de su deseo
de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó
dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo
alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su
trabajo que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado,
violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver
cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y
la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos salvo de la
suya. Mas ella seguía sonriendo sin exhalar queja alguna, pues veía que el
pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando
noche y día para pintar a aquélla que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía
cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el
retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y
una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por
aquélla a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a
medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la
torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si
apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para mirar el rostro de su esposa. Y
no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las
mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y
poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos,
el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la
lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un
momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando
estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “Ciertamente ésta es
la Vida misma”. Y volviose de improviso para mirar a su amada. ¡Estaba
muerta!”.
“The Oval Portrait”, 1842.
Título
originario, “The Life in The Death”
Cuentos, I, trad. Julio Cortázar, Madrid, Alianza, 1989, págs. 127-130.
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